Personalmente me apasionan los domingos. Lo considero el día en que la ciudad intenta enmudecerse y nos da a conocer la poca naturaleza que nos rodea. El olor a pasto recién cortado, húmedo, mezclándose con los del asado del vecino; los chicos jugando a la pelota, interrumpidos por el conductor principiante que sale a probar suerte en las calles casi desiertas. Las interminables maratones televisivas que hacen el domingo más llevadero, las lecturas, la soledad, el silencio. Pero por sobre todas las cosas, la tranquilidad. Nos guste o no, todos concebimos el domingo como el último día antes de comenzar la tediosa rutina, inacabable, la que muchas veces detestamos pero debemos cumplirla. Es por eso que en la mayoría de los casos el estado letárgico se hace presente.
No es extraño sentarse el sillón y pasar horas mirando hacia la nada, pensando, meditando, y así quizás, intentar conocerse uno mismo.
Desgraciadamente no todos tienen la misma percepción que yo sobre éste día, hay quienes lo odian y detestan. Afirman de una forma casi delirante que el domingo es el sollozo de la semana, la resaca; el día en el que el ánimo decae bajo cero. No es el comienzo, ni el fin de nada, sino el medio, la inestabilidad. Importuno para realizar planes, aburrido, silenciosamente tedioso. Aquellos son los idólatras del ruido, los que no les interesa en lo más mínimo la introspección y prefieren viajar en un tren en llamas o jugar un partido de futbol desnudos bajo la nieve. Impacientes e intranquilos.
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